2
No voy a casarme con
Ignacio, madre.
Estaba intentando
enhebrar una aguja y mis palabras la dejaron inmóvil, con el hilo
sostenido entre dos dedos.
-¿Qué estás diciendo,
muchacha? -susurró. La voz pareció salirle rota de la garganta,
cargada de desconcierto e incredulidad.
-Que le dejo, madre.
Que me he enamorado de otro hombre.
Me reprendió con los
reproches más contundentes que alcanzó a traer a la boca, clamó al
cielo suplicando la intercesión en pleno del santoral, y con
docenas de argumentos intentó convencerme para que diera marcha
atrás en mis propósitos. Cuando comprobó que todo aquello de nada
servía, se sentó en la mecedora pareja a la de mi abuelo, se tapó
la cara y se puso a llorar.
Aguanté el momento
con falsa entereza, intentando esconder el
nerviosismo tras la contundencia de mis palabras. Temía la reacción
de mi madre: Ignacio para ella había llegado a ser el hijo que
nunca tuvo, la presencia que suplantó el vacío masculino de nuestra
pequeña familia. Hablaban entre ellos, congeniaban, se entendían.
Mi madre le hacía los guisos que a él le gustaban, le abrillantaba
los zapatos y daba la vuelta a sus chaquetas cuando el roce del
tiempo comenzaba a robarles la prestancia. Él, a cambio, la
piropeaba al verla esmerarse en su atuendo para la misa dominical,
le traía dulces de yema y, medio en broma medio en serio, a veces
le decía que era más guapa que yo.
Era consciente de que
con mi osadía iba a hundir toda aquella confortable convivencia,
sabía que iba a tumbar los andamios de más vidas que la mía, pero
nada pude hacer por evitarlo. Mi decisión era firme como un poste:
no habría boda ni oposiciones, no iba a aprender a teclear sobre la
mesa camilla y nunca compartiría con Ignacio hijos, cama ni
alegrías. Iba a dejarle y ni toda la fuerza de un vendaval podría
ya truncar mi resolución.
La casa
Hispano-Olivetti tenía dos grandes escaparates que mostraban a los
transeúntes sus productos con orgulloso esplendor. Entre ambos se
encontraba la puerta acristalada, con una barra de bronce bruñido
atravesándola en diagonal. Ignacio la empujó y entramos. El
tintineo de una campanilla anunció nuestra llegada, pero nadie
salió a recibirnos de inmediato. Permanecimos cohibidos un par de
minutos, observando todo lo expuesto con respeto reverencial, sin
atrevernos siquiera a rozar los muebles de madera pulida sobre los
que descansaban aquellos portentos de la mecanografía entre los
cuales íbamos a elegir el más conveniente para nuestros planes. Al
fondo de la amplia estancia dedicada a la exposición se percibía
una oficina. De ella salían voces de hombre.
No tuvimos que
esperar mucho más, las voces sabían que había clientes y a nuestro
encuentro acudió una de ellas contenida en un cuerpo orondo vestido
de oscuro. Nos saludó el dependiente afable, preguntó por nuestros
intereses. Ignacio comenzó a hablar, a describir lo que quería, a
pedir datos y sugerencias. El empleado desplegó con esmero toda su
profesionalidad y procedió a desgranarnos las características de
cada una de las máquinas expuestas. Con detalle, con rigor y
tecnicismos; con tal precisión y monotonía que al cabo de veinte
minutos a punto estuve de caer dormida por
el aburrimiento. Ignacio, entretanto, absorbía la información con
sus cinco sentidos, ajeno a mí y a todo lo que no fuera calibrar lo
que le estaba siendo ofrecido. Decidí separarme de ellos, aquello
no me interesaba lo más mínimo. Lo que Ignacio eligiera bien
elegido estaría. Qué más me daba a mí todo eso de las pulsaciones,
la palanca de retorno o el timbre marginal.
Me dediqué entonces a
recorrer otros tramos de la exposición en busca de algo con lo que
matar el tedio. Me fijé en los grandes carteles publicitarios que
desde las paredes anunciaban los productos de la casa con dibujos coloreados y palabras en lenguas que yo
no entendía, me acerqué después a los escaparates y observé a los
viandantes transitar acelerados por la calle. Al cabo de un rato
volví con desgana al fondo del establecimiento.
Un gran armario con
puertas de cristal recorría parte de una de las paredes. Contemplé
en él mi reflejo, observé que un par de mechones se me habían
escapado del moño, los coloqué en su sitio; aproveché para
pellizcarme las mejillas y dar al rostro aburrido un poco de color.
Examiné después mi atuendo sin prisa: me había esforzado en
arreglarme con mi mejor traje; al fin y al cabo, aquella compra
suponía para nosotros una ocasión especial. Me estiré las medias
repasándolas desde los tobillos en movimiento ascendente; me ajusté
de manera pausada la falda a las caderas, el talle al tronco, la
solapa al cuello. Volví a retocarme el pelo, me miré de frente y de
lado, observando con calma la copia de mí misma que la luna de
cristal me devolvía. Ensayé posturas, di un par de pasos de baile y
me reí. Cuando me cansé de mi propia visión, continué deambulando
por la sala, matando el tiempo mientras desplazaba la mano
lentamente sobre las superficies y serpenteaba entre los muebles
con languidez. Apenas presté atención a lo que en realidad nos
había llevado allí: para mí todas aquellas máquinas tan sólo
diferían en su tamaño. Las había grandes y robustas, más pequeñas
también; algunas parecían ligeras, otras pesadas, pero a mis ojos
no eran más que una masa de oscuros armatostes incapaces de generar
la menor seducción. Me coloqué sin ganas frente a uno de ellos,
acerqué el índice al teclado y con él simulé pulsar las letras más
cercanas a mi persona. La s, la i, la r, la a. Si-ra repetí en un susurro.
-Precioso
nombre.
La voz masculina sonó
plena a mi espalda, tan cercana que casi pude sentir el aliento de
su dueño sobre la piel. Una especie de
estremecimiento me recorrió la columna vertebral e hizo que me
volviera sobresaltada.
-Ramiro Arribas -dijo
tendiendo la mano. Tardé en reaccionar: tal vez porque no estaba
acostumbrada a que nadie me saludara de una manera tan formal; tal
vez porque aún no había conseguido asimilar el impacto que aquella
presencia inesperada me había provocado.
Quién era aquel
hombre, de dónde había salido. Él mismo lo aclaró con sus pupilas
aún clavadas en las mías.
-Soy el gerente de la
casa. Disculpe que no les haya atendido antes, estaba intentando
poner una conferencia.
Y observándola a
través de la persiana que separaba la oficina de la sala de
exposición, le faltó decir. No lo hizo, pero lo dejó entrever. Lo
intuí en la profundidad de su mirada, en su voz rotunda; en el
hecho de que se hubiera acercado a mí antes que a Ignacio y en el
tiempo prolongado en que mantuvo mi mano retenida en la suya. Supe
que había estado observándome, contemplando mi deambular errático
por su establecimiento. Me había visto arreglarme frente al armario
acristalado: recomponer el peinado, acomodar las costuras del traje
a mi perfil y ajustarme las medias deslizando las manos por las
piernas. Parapetado desde el refugio de su oficina, había absorbido
el contoneo de mi cuerpo y la cadencia lenta de cada uno de mis
movimientos. Me había tasado, había calibrado las formas de mi
silueta y las líneas de mi rostro. Me había estudiado con el ojo
certero de quien conoce con exactitud lo que le gusta y está
acostumbrado a alcanzar sus objetivos con la inmediatez que dicta
su deseo. Y resolvió demostrármelo. Nunca había percibido yo algo
así en ningún otro hombre, nunca me creí capaz de despertar en
nadie una atracción tan carnal. Pero de la misma manera que los
animales huelen la comida o el peligro, con el mismo instinto
primario supieron mis entrañas que Ramiro Arribas, como un lobo,
había decidido venir a por mí.
-¿Es su esposo? -dijo
señalando a Ignacio.
-Mi novio -acerté a
decir.
Tal vez no fue más
que mi imaginación, pero en la comisura de sus labios me pareció
intuir el apunte de una sonrisa de complacencia.
-Perfecto.
Acompáñeme, por favor.
Me cedió el paso y,
al hacerlo, el hueco de su mano se acomodó en mi cintura como si la
llevara esperando la vida entera. Saludó con simpatía, envió al
dependiente a la oficina y tomó las riendas
del asunto con la facilidad de quien da una palmada al aire y hace
que vuelen las palomas; como un prestidigitador peinado con
brillantina, con los rasgos de la cara marcados en líneas
angulosas, la sonrisa amplia, el cuello poderoso y un porte tan
imponente, tan varonil y resolutivo que a mi pobre Ignacio, a su
lado, parecían faltarle cien años para llegar a la hombría.
Se enteró después de
que la máquina que pretendíamos comprar iba a ser para que yo
aprendiera mecanografía y alabó la idea como si se tratara de una
gran genialidad. Para Ignacio resultó un profesional competente que
expuso detalles técnicos y habló de ventajosas opciones de pago.
Para mí fue algo más: una sacudida, un imán, una certeza.
Tardamos aún un rato
hasta dar por finalizada la gestión. A lo largo del mismo, las
señales de Ramiro Arribas no cesaron ni un segundo. Un roce
inesperado, una broma, una sonrisa; palabras de doble sentido y
miradas que se hundían como lanzas hasta el fondo de mi ser.
Ignacio, absorto en lo suyo y desconocedor de lo que ocurría ante
sus ojos, se decidió finalmente por la Lettera 35 portátil, una
máquina de teclas blancas y redondas en las que se encajaban las
letras del alfabeto con tanta elegancia que parecían grabadas con
un cincel.
-Magnífica decisión
-concluyó el gerente alabando la sensatez de Ignacio. Como si éste
hubiese sido dueño de su voluntad y él no le hubiera manipulado con
mañas de gran vendedor para que optara por ese modelo-. La mejor
elección para unos dedos estilizados como los de su prometida.
Permítame verlos, señorita, por favor.
Tendí la mano
tímidamente. Antes busqué con rapidez la mirada de Ignacio para
pedir su consentimiento, pero no la encontré: había vuelto a
concentrar su atención en el mecanismo de la máquina. Me acarició
Ramiro Arribas con lentitud y descaro ante la inocente pasividad de
mi novio, dedo a dedo, con una sensualidad que me puso la carne de
gallina e hizo que las piernas me temblaran como hojas mecidas por
el aire del verano. Sólo me soltó cuando Ignacio desprendió su
vista de la Lettera 35 y pidió instrucciones sobre la manera de
continuar con la compra. Entre ambos concertaron dejar aquella
tarde un depósito del cincuenta por ciento del precio y hacer
efectivo el resto del pago al día siguiente.
-¿Cuándo nos la
podemos llevar? -preguntó entonces Ignacio.
Consultó Ramiro
Arribas el reloj.
-El chico del almacén
está haciendo unos recados y ya no
regresará esta tarde. Me temo que no va a ser posible traer otra
hasta mañana.
-¿Y esta misma? ¿No
podemos quedarnos esta misma máquina? -insistió Ignacio dispuesto a
cerrar la gestión cuanto antes. Una vez tomada la decisión del
modelo, todo lo demás le parecían trámites engorrosos que deseaba
liquidar con rapidez.
-Ni hablar, por
favor. No puedo consentir que la señorita Sira utilice una máquina
que ya ha sido trasteada por otros clientes. Mañana por la mañana,
a primera hora, tendré lista una nueva, con su funda y su embalaje.
Si me da su dirección -dijo dirigiéndose a mí-, me encargaré
personalmente de que la tengan en casa antes del mediodía.
-Vendremos nosotros a
recogerla -atajé. Intuía que aquel hombre era capaz de cualquier
cosa y una oleada de terror me sacudió al pensar que pudiera
personarse ante mi madre preguntando por mí.
-Yo no puedo
acercarme hasta la tarde, tengo que trabajar -señaló Ignacio. A
medida que hablaba, una soga invisible pareció anudarse lentamente
a su cuello, a punto de ahorcarle. Ramiro apenas tuvo que
molestarse en tirar de ella un poquito.
-¿Y usted,
señorita?
-Yo no trabajo -dije
evitando mirarle a los ojos.
-Hágase usted cargo
del pago entonces -sugirió en tono casual.
No encontré palabras
para negarme e Ignacio ni siquiera intuyó a lo que aquella
propuesta de apariencia tan simple nos estaba abocando. Ramiro
Arribas nos acompañó hasta la puerta y nos despidió con afecto,
como si fuéramos los mejores clientes que aquel establecimiento
había tenido en su historia. Con la mano izquierda palmeó vigoroso
la espalda de mi novio, con la derecha estrechó otra vez la mía. Y
tuvo palabras para los dos.
-Ha hecho usted una
elección magnífica viniendo a la casa Hispano-Olivetti, créame,
Ignacio. Le aseguro que no va a olvidar este día en mucho
tiempo.
-Y usted, Sira,
venga, por favor, sobre las once. La estaré esperando.
Pasé la noche dando
vueltas en la cama, incapaz de dormir. Aquello era una locura y aún
estaba a tiempo de escapar de ella. Sólo tenía que decidir no
volver a la tienda. Podría quedarme en casa con mi madre, ayudarla
a sacudir los colchones y a fregar el suelo con aceite de linaza;
charlar con las vecinas en la plaza, acercarme después al mercado
de la Cebada a por un cuarterón de garbanzos o un pedazo de
bacalao. Podría esperar a que Ignacio regresara del ministerio y
justificar el incumplimiento de mi cometido con cualquier simple
mentira: que me dolía la cabeza, que creí que iba a llover. Podría
echarme un rato tras la comida, seguir fingiendo a lo largo de las
horas un difuso malestar. Ignacio iría entonces solo, cerraría el
pago con el gerente, recogería la máquina y allí acabaría todo. No
volveríamos a saber más de Ramiro Arribas, jamás se cruzaría de
nuevo en nuestro camino. Su nombre iría cayendo poco a poco en el
olvido y nosotros seguiríamos adelante con nuestra pequeña vida de
todos los días. Como si él nunca me hubiese acariciado los dedos
con el deseo a flor de piel; como si nunca me hubiese comido con
los ojos desde detrás de una persiana. Era así de fácil, así de
simple. Y yo lo sabía.
Lo sabía, sí, pero
fingí no saberlo. Al día siguiente esperé a que mi madre saliera a
sus recados, no quería que viera cómo me arreglaba: habría
sospechado que algo raro me traía entre manos al verme compuesta
tan de mañana. En cuando oí la puerta cerrarse tras ella, comencé a
prepararme apresurada. Llené una palangana para lavarme, me rocié
con agua de lavanda, calenté en el fogón las tenacillas, planché mi
única blusa de seda y descolgué las medias del alambre donde habían
pasado la noche secándose al relente. Eran las mismas del día
anterior: no tenía otras. Me obligué a sosegarme y me las puse con
cuidado, no fuera con las prisas a hacerles una carrera. Y cada uno
de aquellos movimientos mecánicos mil veces repetidos en el pasado
tuvo aquel día, por primera vez, un destinatario definido, un
objetivo y un fin: Ramiro Arribas. Para él me vestí y me perfumé,
para que me viera, para que me oliera, para que volviera a rozarme
y se volcara en mis ojos otra vez. Para él decidí dejarme el pelo
suelto, la melena lustrosa a media espalda. Para él estreché mi
cintura apretando con fuerza el cinturón sobre la falda hasta casi
no poder respirar. Para él: todo sólo para él.
Recorrí las calles
con determinación, escabullendo miradas ansiosas y halagos
procaces. Me obligué a no pensar: evité calcular la envergadura de
mis actos y no quise pararme a adivinar si aquel trayecto me estaba
llevando al umbral del paraíso o directamente al matadero. Recorrí
la Costanilla de San Andrés, atravesé la plaza de los Carros y, por
la Cava Baja, me dirigí a la Plaza Mayor. En veinte minutos estaba
en la Puerta del Sol; en menos de media hora alcancé mi
destino.
Ramiro me esperaba.
Tan pronto intuyó mi silueta en la puerta, zanjó la conversación
que mantenía con otro empleado y se dirigió a la salida cogiendo al
vuelo el sombrero y una gabardina. Cuando lo tuve a mi lado quise
decirle que en el bolso llevaba el dinero, que Ignacio le mandaba
sus saludos, que tal vez aquella misma tarde empezaría a aprender a
teclear. No me dejó. No me saludó siquiera. Sólo sonrió mientras
mantenía un cigarrillo en la boca, rozó el final de mi espalda y
dijo vamos. Y con él fui.
El lugar elegido no
pudo ser más inocente: me llevó al café Suizo. Al comprobar
aliviada que el entorno era seguro, creí que quizá aún estaba a
tiempo de lograr la salvación. Pensé incluso, mientras él buscaba
una mesa y me invitaba a sentarme, que tal vez ese encuentro no
tenía más doblez que la simple muestra de atención hacia una
clienta. Hasta comencé a sospechar que todo aquel descarado
galanteo podría no haber sido más que un exceso de fantasía por mi
parte. Pero no fue así. A pesar de la inofensividad del ambiente,
nuestro segundo encuentro volvió a colocarme en el borde del
abismo.
-No he podido dejar
de pensar en ti ni un solo minuto desde que te fuiste ayer -me
susurró al oído apenas nos acomodamos.
Me sentí incapaz de
replicar, las palabras no llegaron a mi boca: como azúcar en el
agua, se diluyeron en algún lugar incierto del cerebro. Volvió a
tomarme una mano y la acarició al igual que la tarde anterior, sin
dejar de observarla.
-Tienes asperezas,
dime, ¿qué han estado haciendo estos dedos antes de llegar a
mí?
Su voz seguía sonando
próxima y sensual, ajena a los ruidos de nuestro alrededor: al
entrechocar del cristal y la loza contra el mármol de las mesas, al
runrún de las conversaciones mañaneras y a las voces de los
camareros pidiendo en la barra las comandas.
-Coser -susurré sin
levantar los ojos del regazo.
-Así que eres
modista.
-Lo era. Ya no. -Alcé
por fin la mirada-. No hay mucho trabajo últimamente -añadí.
-Por eso ahora
quieres aprender a usar una máquina de escribir.
Hablaba con
complicidad, con cercanía, como si me conociera: como si su alma y
la mía llevaran esperándose desde el principio de los
tiempos.
-Mi novio ha pensado
que prepare unas oposiciones para hacerme funcionaria como él -dije
con un punto de vergüenza.
La llegada de las
consumiciones frenó la conversación. Para mí, una taza de
chocolate. Para Ramiro, café negro como la noche. Aproveché la
pausa para contemplarle mientras él intercambiaba unas frases con
el camarero. Llevaba un traje distinto al del día anterior, otra
camisa impecable. Sus maneras eran elegantes y, a la vez, dentro de
aquel refinamiento tan ajeno a los hombres de mi entorno, su
persona rezumaba masculinidad por todos los poros del cuerpo: al
fumar, al ajustarse el nudo de la corbata, al sacar la cartera del
bolsillo o llevarse la taza a la boca.
-Y ¿para qué quiere
una mujer como tú pasarse la vida en un ministerio, si no es
indiscreción? -preguntó tras el primer trago de café.
Me encogí de
hombros.
-Para que podamos
vivir mejor, imagino.
Volvió a acercarse
lentamente a mí, volvió a volcar su voz caliente en mi oído.
-¿De verdad quieres
empezar a vivir mejor, Sira?
Me refugié en un
sorbo de chocolate para no contestar.
-Te has manchado,
deja que te limpie -dijo.
Acercó entonces su
mano a mi rostro y la expandió abierta sobre el contorno de la
mandíbula, ajustándola a mis huesos como si fuera ése y no otro el
molde que un día me configuró. Puso después el dedo pulgar en el
sitio donde supuestamente estaba la mancha, cercano a la comisura
de la boca. Me acarició con suavidad, sin prisa. Le dejé hacer: una
mezcla de pavor y placer me impidió realizar cualquier
movimiento.
-También te has
manchado aquí -murmuró con voz ronca cambiando el dedo de
posición.
El destino fue un
extremo de mi labio inferior. Repitió la caricia. Más lenta, más
tierna. Un estremecimiento me recorrió la espalda, clavé los dedos
en el terciopelo del asiento.
-Y aquí también
-volvió a decir. Me acarició entonces la boca entera, milímetro a
milímetro, de una esquina a otra, cadencioso, despacio, más
despacio. A punto estuve de hundirme en un pozo de algo blando que
no supe definir. Igual me daba que todo fuera una mentira y en mis
labios no hubiera rastro alguno de chocolate. Igual me daba que en
la mesa vecina tres venerables ancianos dejaran suspendida la
tertulia para contemplar la escena, enardecidos, deseando con furia
tener treinta años menos en su haber.
Un grupo ruidoso de
estudiantes entró entonces en tropel en el café y, con su bullanga
y sus carcajadas, destrozó la magia del momento como quien revienta
una pompa de jabón. Y de pronto, como si hubiera despertado de un
sueño, me percaté atropelladamente de varias cosas a la vez: de que
el suelo no se había derretido y se mantenía sólido bajo mis pies,
de que en mi boca estaba a punto de entrar el dedo de un
desconocido, de que por el muslo izquierdo me reptaba una mano
ansiosa y de que yo estaba a un palmo de lanzarme de cabeza por un
despeñadero. La lucidez recobrada me impulsó a levantarme de un
salto y, al coger el bolso de forma precipitada, tumbé el vaso de
agua que el camarero había traído junto con mi chocolate.
-Aquí tiene el dinero
de la máquina. Esta tarde a última hora irá mi novio a recogerla
-dije dejando el fajo de billetes sobre el mármol.
Me agarró por la
muñeca.
-No te vayas, Sira;
no te enfades conmigo.
Me solté de un tirón.
Ni le miré ni me despedí; tan sólo me giré y emprendí con forzada
dignidad el camino hacia la puerta. Únicamente entonces me di
cuenta de que me había derramado el agua encima y llevaba el pie
izquierdo chorreando.
Él no me siguió:
probablemente intuyó que de nada serviría. Tan sólo permaneció
sentado y, cuando me empecé a alejar, lanzó a mi espalda su última
saeta.
-Vuelve otro día. Ya
sabes dónde estoy.
Fingí no oírle,
apreté el paso entre la marabunta de estudiantes y me diluí en el
tumulto de la calle.
Ocho días me acosté
con la esperanza de que el amanecer siguiente fuera distinto y las
ocho mañanas posteriores desperté con la misma obsesión en la
cabeza: Ramiro Arribas. Su recuerdo me asaltaba en cualquier
quiebro del día y ni un solo minuto conseguí apartarlo de mi
pensamiento: al hacer la cama, al sonarme la nariz, mientras pelaba
una naranja o cuando bajaba los escalones uno a uno con su memoria
grabada en la retina.
Ignacio y mi madre se
afanaban entretanto con los planes de la boda, pero eran incapaces
de hacerme compartir su ilusión. Nada me resultaba grato, nada
conseguía causarme el menor interés. Serán los nervios, pensaban.
Yo, entretanto, me esforzaba por sacarme a Ramiro de la cabeza, por
no volver a recordar su voz en mi oído, su dedo acariciando mi
boca, la mano recorriéndome el muslo y aquellas últimas palabras
que me clavó en los tímpanos cuando le di la espalda en el café
convencida de que con mi marcha pondría fin a la locura. Vuelve
otro día, Sira. Vuelve.
Peleé con todas mis
fuerzas para resistir. Peleé y perdí. Nada pude hacer para imponer
un mínimo de racionalidad en la atracción desbocada que aquel
hombre me había hecho sentir. Por mucho que busqué alrededor,
incapaz fui de encontrar recursos, fuerzas o asideros a los que
agarrarme para evitar que me arrastrara. Ni el proyecto de marido
con el que tenía previsto casarme en menos de un mes, ni la madre
íntegra que tanto se había esforzado para sacarme adelante hecha
una mujer decente y responsable. Ni siquiera me frenó la
incertidumbre de no saber apenas quién era aquel extraño y qué me
guardaba el destino a su lado.
Nueve días después de
la primera visita a la casa Hispano-Olivetti, regresé. Como en las
veces anteriores, volvió a saludarme el tintineo de la campanilla
sobre la puerta. Ningún vendedor gordo acudió a mi encuentro,
ningún mozo de almacén, ningún otro empleado. Tan sólo me recibió
Ramiro.
Me acerqué intentando
que mi paso sonara firme, llevaba las palabras preparadas. No se
las pude decir. No me dejó. En cuanto me tuvo a su alcance, me
rodeó la nuca con la mano y plasmó en mi boca un beso tan intenso,
tan carnoso y prolongado que mi cuerpo quedó sobrecogido, a punto
de derretirse y convertirse en un charco de melaza.
Ramiro Arribas tenía
treinta y cuatro años, un pasado de idas y venidas, y una capacidad
de seducción tan poderosa que ni un muro de hormigón habría podido
contenerla. Atracción, duda y angustia primero. Abismo y pasión
después. Bebía el aire que él respiraba y a su lado caminaba a dos
palmos por encima de los adoquines. Podrían desbordarse los ríos,
desplomarse los edificios y borrarse las calles de los mapas;
podría juntarse el cielo con la tierra y el universo entero
hundirse a mi pies que yo lo soportaría si Ramiro estaba
allí.
Ignacio y mi madre
comenzaron a sospechar que algo anormal me pasaba, algo que iba más
allá de la simple tensión producida por la inminencia del
matrimonio. No fueron, sin embargo, capaces de averiguar las
razones de mi excitación ni hallaron causa alguna que justificara
el secretismo con que me movía a todas horas, mis salidas
desordenadas y la risa histérica que a ratos no podía contener.
Logré mantener el equilibrio de aquella doble vida apenas unos
días, los justos para percibir cómo la balanza se descompensaba por
minutos, cómo el platillo de Ignacio caía y el de Ramiro se alzaba.
En menos de una semana supe que debía cortar con todo y lanzarme al
vacío. Había llegado el momento de pasar la guadaña por mi pasado.
De dejarlo al ras.
Ignacio llegó a casa
por la tarde.
-Espérame en la plaza
-susurré entreabriendo la puerta apenas unos centímetros.
Mi madre se había
enterado a la hora de comer; él ya no podía seguir sin saberlo.
Bajé cinco minutos después, con los labios pintados, mi bolso nuevo
en una mano y la Lettera 35 en la otra. Él me esperaba en el mismo
banco de siempre, en aquel pedazo de fría piedra donde tantas horas
habíamos pasado planeando un porvenir común que ya nunca
llegaría.
-Vas a irte con otro,
¿verdad? -preguntó cuando me senté a su lado. No me miró: tan sólo
mantuvo la vista concentrada en el suelo, en la tierra polvorienta
que la punta de su zapato se encargaba de remover.
Asentí sólo con un
gesto. Un sí rotundo sin palabras. Quién es, preguntó. Se lo dije.
A nuestro alrededor continuaban los ruidos de siempre: los niños,
los perros y los timbres de las bicicletas; las campanas de San
Andrés llamando a la última misa, las ruedas de los carros girando
sobre los adoquines, los mulos cansados camino del fin del día.
Ignacio tardó en volver a hablar. Tal determinación, tanta
seguridad debió de intuir en mi decisión que ni siquiera dejó
entrever su desconcierto. No dramatizó ni exigió explicaciones. No
me increpó ni me pidió que reconsiderara mis sentimientos. Sólo
pronunció una frase más, lentamente, como dejándola escurrir.
-Nunca va a quererte
tanto como yo.
Y después se puso en
pie, agarró la máquina de escribir y echó a andar con ella hacia el
vacío. Le vi alejarse de espaldas, caminando bajo la luz turbia de
las farolas, conteniendo tal vez las ganas de estrellarla contra el
suelo.
Mantuve la mirada
fija en él, contemplé cómo salía de mi plaza hasta que su cuerpo se
desvaneció en la distancia, hasta que dejó de percibirse en la
noche temprana de otoño. Y yo habría querido quedarme llorando su
ausencia, lamentando aquella despedida tan breve y tan triste,
inculpándome por haber puesto fin a nuestro proyecto ilusionado de
futuro. Pero no pude. No derramé una lágrima ni descargué sobre mí
misma el menor de los reproches. Apenas un minuto después de
desvanecerse su presencia, yo también me levanté del banco y me
marché. Atrás dejé para siempre mi barrio, mi gente, mi pequeño
mundo. Allí quedó todo mi pasado mientras yo emprendía un nuevo
tramo de mi vida; una vida que intuía luminosa y en cuyo presente
inmediato no concebía más gloria que la de los brazos de Ramiro al
cobijarme.